miércoles, 27 de julio de 2011

Calvario

No caminó ésta vez. Surcó Jesús en auto el río negro que lamía la sangre de víbora salpicada en las llantas; mientras, el mar no rugía, y las desviaciones de la carretera lo tentaban a no cometer pecado. Pero cual mosco, fue atraído por la luz del alcohol, y el desvelo.

Primero un ojo luego el otro y entre un espejo de cuerpo entero y el escusado piensa Inés que ni diez vidas bastarían para ser suficiente tiempo hermosa. El fleco no disimulaba, sólo hacía dudar en donde comenzaba su cicatriz, aunque la nueva en su mejilla distrajece la atención de aquella más grande.

Su acompañante iba cayado, como si estuviera amordazado, pero no era así; no estaba muerto, pero era igual que hace años cuando su Abuelo amarraba al perro que había mordido a Jesús, de las patas y también del cuello. “Tata sonrió, sacó su navaja y me la pasó; sonrío, lo imité, luego el perro no ladraba, sonrió otra vez, yo sonreí, y ahora el perro dejaba de sollozar, entonces rió no entendí, tome el mango con las manos, me dejé caer, sonó un hueso destrozarse, el perro ya no respiraba.” Tata le pidió su camisa, limpio la hoja gris brillante de la sangre. “Cortó entonces mi tata unos mangos.” Y con su torso desnudo, embijado de jugo amarillo comió su postre sobre la hamaca junto al abuelo que en su mecedora usaba de almohada la camisa con sangre seca de perro. Igual, todo era silencioso excepto por el ruido en la cabeza mientras se traga algo, hoy sólo saliva.

Inés entre mesas va repartiendo cervezas. Inés entre miradas que ignoran sus sonrisas, la cicatriz y al maquillaje pues se distraen con el billar y sus piernas torturadas por las redes de sus medias, que desnudas en un rato tendrán irreconocibles los azotes de aquel día en que Jesús…

Ha llegado y nadie mira, nadie habla, ni fuman, ni beben; su familia le dio fama y su violencia aún más. Jesús se sienta en la barra, espera a Inés que no se acerca, sigiloso pone un tarro a su lado pero el azul de una botella es como el mar de aquella mañana.

“Papá y el tío Beto se reían, el hombre emitía un grito ahogado por la cuerda en su boca.” Miraba el mar con sus binoculares nuevos, el día anterior fue su cumpleaños, la inmensidad del océano le daba ansias. Papá grito, ven Jesús. “Me interne en las palmas.” Dijeron ¡sorpresa! “Tenían una cara de loco excitado que de seguro heredé.” Su tío le dio el garrote, ora si Chucho, feliz cumpleaños. “Mi viejo me atravesó con los ojos y me remato con la boca: Chucho, vas a empezar como empezamos todos en la familia, a puro madrazo.” Se desbordaba, miro los ojos del fulano, azules como la botella, como el mar, le hartaron. “En tres minutos  los desaparecí, uno tras carne morada y el otro en sangre.” Diez minutos y estaba aburrido, el hombre contrayéndose extrañamente, cada vez menos, hasta ya no moverse.

Se va de la cantina. Afuera Inés le grita. Voltea llorando, ve su cintura, el cuchillo, y el sin luz y a diez metros, su cara e imagina la línea que le hizo. Los dos recuerdan el día en que él tomó esas pastillas.

Ella toma un rollito de billetes mientras se aproxima a él, que sube al auto rápido antes de que llege con lo pactado, y huye.

Conduce, más tranquilo, hacia l playa; en donde grita en plena lucha contra el viento y la brisa, lo corta con su cuchillo pero no sangra, él, bocanada tras bocanada de viento de desgasta, hasta caer al suelo. Y cuando el aire cesa, ahora hay tregua. La noche dura y el mar negro, le recuerda esa isla, un parque rodeado de su mar de asfalto, donde abojetaban a esa puta mientras el veía desde su auto con cuchillo en mano. El estacionamiento donde invitó a dar una vuelta al atacante con persuasión de cloroformo. Un corte limpio en el cuello, y ya, directo a casa sin pasar al bar, pero el hombre caminaba como si un viento seco de alcohol lo llevara de un lado a otro, blandiendo en una mano una navaja para abofetear que se ocultaba en la sombras.

Ya con su pasajero, vio en la ventana a la puta con la boca y media cara ensangrentadas, con sus brazos sobre el marco superior de la puerta. Estaba sonriendo. Aceleró, y en el retrovisor se fundió una mujer hincada en el piso, por la lejanía incrementándose, con la noche.

Abrió la cajuela. Unos ojos que no se apagaron, ni tras la dosis, ni tras la tapa del maletero, lo veían. Tomó el cuchillo, para romper las ataduras de cinta canela de alguien que jamas vería compasión en los ojos de Jesus. Pero él ya tenía la navaja en la mano.

Se alejaba de la playa, a toda velocidad.

Jesús se retorcía por cada ola que le arrojaba agua salada a su rajada en el cuello. Pensaba en Inés, y se arrepenía por ser juez y perdonar.

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